Lugar

(Prólogo a Topadoras oxidadas, de Leticia Martin)

Durante el invierno pasado, Leticia Martin y yo compartimos una tarde a cielo abierto, en el mirador del Hotel del Sol, que está trepando hacia el cerro, a unos treinta minutos del casco céntrico de la capital de Tucumán. Aunque en esa época del año el aire suele estar contaminado de polvo y ceniza a causa de la sequía y de la labor de los ingenios, las terrazas del hotel aun consiguen ofrecer una de las vistas más panorámicas de mi ciudad. Habíamos almorzado junto a Nazareno y Juan. Hablamos sobre literatura, sobre el arte difícil y sustancioso de la fotografía autobiográfica y también acerca de la dictadura militar. Más tarde, mientras nos tomábamos una foto con el viento en contra y la ciudad debajo, Leticia se quedó mirando aquel paisaje diurno. Entonces me dijo:
“Vivís en una ciudad que se puede mirar desde arriba”.
Un año atrás, yo había estado en Buenos Aires. Durante el transcurso de esas mañanas, mientras desayunábamos en la casa de Leticia que está en algún punto del barrio de Almagro, le pedí perdón por mi apagada intervención durante la presentación de Feminismos, un importante libro de entrevistas que a ella le había llevado enorme trabajo compilar y a cuya presentación yo había viajado especialmente; hablamos sobre la paternidad y el hombre padre, la maternidad y la mujer madre; lloramos sin entender muy bien que llorábamos por las drásticas consecuencias de los abismos generacionales, ese punto de emergencia de las irreconciliables relaciones que entablan los padres con sus hijos, vidas que transcurren en líneas paralelas y que no alcanzan a tocarse entre sí nunca, mandatos y naturalizaciones que jamás se encuentran. Y este último noviembre, en un restaurante de La Paternal, mientras cenábamos ravioles fritos, hablamos sobre el ejercicio de aquellos escritores que anhelan pertenecer al pequeño círculo de autores y críticos infatuados, publicar en editoriales importantes o ser aceptados en los sellos que se jactan de independientes pero que al mismo tiempo anhelan su propio lugar en el mercado del prestigio; hablamos sobre el estatus, el mundo de lo publicado y lo autorizado; hablamos también sobre otra clase de escritores que han dejado atrás ese estadío y en cambio están convencidos de la importancia de sostener una posición periférica en un mapa literario que —en lo actual— se repite y autocelebra; bebimos vino, en La Paternal, y dijimos que había que confiar.
Miradores de Tucumán, un desayunador en Almagro, ravioles fritos en La Paternal. En su conjunto, estas anécdotas reúnen los tópicos de la ficción de Leticia Martin. Ahora que lo pienso, los rasgos de ese mundo que ella escribe también tienden a aparecer en la correspondencia que ella y yo sostenemos con insistente frecuencia desde hace ya varios años: hombres y mujeres encadenados a los vínculos que establece la familia occidental, familia occidental y trabajo, la escritura que no naturaliza lo impuesto sino que parece pelear en contra de algo, escritura y política, capitalismo, escritura y autobiografía, el desamor. Leticia tiene un Gmail y yo un Hotmail; ella ha creado una especie de archivo a donde van a parar todas nuestras palabras. Como no entiendo el Gmail, ignoro también de qué manera nuestras cartas consiguen almacenarse. Es Leticia la que arremete hacia lo cyber y las tecnologías; alguna vez, ella me ha dicho que esos intercambios deberían convertirse en algo, un proyecto. Aparece aquí —también— un tópico característico de la poesía y la prosa de Leticia: el componente virtual que atraviesa nuestras vidas, la conectividad desenfrenada, redes sociales, inmediatez. Mientras tanto ella y yo nos escribimos, la ardiente verba de las epístolas femeninas. Cartas que quizás sean temibles, como las que Charlotte Brontë intercambiaba con su entrañable amiga Ellen Nussey y que, como lo registra Laura Ramos en Infernales, algunos quisieron quemar para así construir una imagen edulcorada de la última sobreviviente de los Brontë. Esas cartas entre Charlotte y Ellen describían los amores secretos y prohibidos de la escritora, episodios inadmisibles para un mundo que tanto entonces como hoy, se empeñaba en construir falsas imágenes de los seres humanos.
“Mi querido señor Nicholls: Como usted parece ver con gran horror la ardiente verba de las epístolas femeninas, le prometo destruir las cartas de Charlotte, de ahora en adelante, si usted promete no ser censor en la materia que nos comunicamos”,
escribió Ellen. Y aunque esas cartas no se quemaron nunca, el mito de una Charlotte romántica —fantasmal, un poco inmaculada— logró imponerse. Si habremos de confiar, confío en que la nube virtual que lleva adelante Leticia será capaz de conservar nuestras palabras tal y como se escriben. Por otro lado, no habrá en torno nuestro ninguna mitología. Esos intereses —los de la sacralización de los escritores que se miden por el tamaño de la editorial que los publica o la eficacia en la distribución de sus libros o el número de traducciones alcanzadas— son los intereses del centro. No los nuestros, no los de la periferia.
Hay una fotografía de esa tarde, en el mirador de San Javier. Leticia Martin es alguien que se da cuenta de que las ciudades se pueden mirar desde lo alto. Esa cualidad de autora hace de su literatura una empresa particular: los personajes de Leticia siempre están ciegos. Eventualmente, son narradores en primera persona que nunca han sido capaces de poner las cosas en perspectiva. Sujetos que se mueven a tientas, que avanzan por unas sendas recogiendo migajas de pan sin tener siquiera la menor conciencia de que sienten hambre. Gente imposibilitada de mirarse a sí misma. Esta novela es una historia que nos remite a esa adolescencia de los seres humanos; una mujer, las últimas vacaciones de un matrimonio, la inminencia de una decisión trascendente. Y así, Topadoras oxidadas se erige en un muestrario de las baldosas que componen el universo Martin. Martin se revela como una autora educada en la escuela kafkiana que sabe hacer su propia economía en cada pieza literaria que escribe.
Cuánta ceguera; cuánta imposibilidad. La voz que nos habla es la de una mujer. Apenas aparece, ella viene a situarnos en un espacio. Página uno, apartado uno: una porteña ha alquilado un auto para pasar sus vacaciones familiares en la localidad puntana de Carpinterías, aldea de montaña, espacio sin asfalto, un viento que arrasa, gente que tiene tonada y que confunde la psicosis con los demonios, pájaros y vegetación, aire que no es capaz de sostener una buena conexión a internet. En ese escenario de provincia vienen a desplegarse, bajo la forma de veintinueve entradas de un diario íntimo, las intuiciones de la narradora de esta novela. Al oído de esta voz, los lectores avanzamos hacia algo que está por suceder. Lo mismo que ella, presentimos que cada episodio advierte sobre la descomposición definitiva de una vida que no funciona. Presentir no es saber. Presentir es no alcanzar a ver del todo qué es lo que pasa.
Situada en el mapa de la literatura de frontera —aquella que establece la distinción entre una capital y las provincias—, esta mujer porteña aparece perdida en una geografía que le resulta bella y problemática. Escribe poéticamente acerca de todo aquello que le incomoda. El plan de unas vacaciones familiares alteradas de forma arbitraria, cierta ausencia de asfalto, la variación del clima y la ferocidad de las tormentas provincianas, la belleza, esa sencillez de los habitantes de Carpinterías. En la vorágine de la pesadumbre, hay algo que a la narradora le resulta especialmente insoportable: ha viajado cientos de kilómetros y está sin internet; su computadora se ha roto; la señal de su teléfono se pierde. Esa desconexión es origen del más profundo de sus malestares; ella quiere usar el celular para
“revelar su vida en las redes en tiempo real, revisar las fotos de Instagram, tirar las que no salieron bien, mirarlas cada tanto cuando regrese a la ciudad, al tránsito porteño, volver a esos espacios como quien mira un espejismo en el desierto, como quien puede transportarse en el espacio, inventarse un mundo”.
Abrumada en la lejanía, la narradora parece convencida de que la incomodidad que la aqueja proviene de ese nuevo paisaje. Es que una efectiva ceguera le impide darse cuenta de que su desfasaje emocional —trato de meter viento y silencio en un frasco vacío— nada tiene que ver con las diferencias físicas entre una capital y un pueblo o con las distancias. No se trata de ciudades o provincias. Lo que a ella en verdad le incomoda es estar fuera de ese espacio simbólico y de contenido inmediato que solo es posible mediante la conectividad. La conexión como ciudad capital; la disfunción virtual, la periferia. Es en ese afuera del mundo virtual donde se producen los pensamientos de esta mujer familiarizada con el consumo de lo inmediato. La narradora se ha desplazado desde ese centro capital hacia una periferia desconectiva. Es allí, en el espacio donde viento arrasa con las señales; es allí donde su mundo parece desangrarse.
Por cierto, cuánto de vínculos de familias autodestruyéndose. Cuánto trabajo capital. Cuánta escritura que cuesta. Diario íntimo y autobiografía; el amor en franca desintegración. Por cierto, todo está escrito en estas páginas. En una computadora cuyo teclado se ha descompuesto, la narradora insiste. Escribe en contra de algo que —a causa de la ceguera— le resulta imposible distinguir. Escribe y sueña. Hay en esa relación con la escritura un diálogo —también poético, decir Leticia Martin es decir poesía— con Levrero.
“Copio un punto ‘cmd c’ y luego lo pego donde el texto lo está pidiendo, utilizando el ‘cmd V’. Con el mismo procedimiento resuelvo la pausa más breve de la coma. La tarea se parece bastante a una pena carcelaria”.
La narradora agrega la palabra Levrero en ese diccionario de Word que hasta entonces ignora. Sueña; sueña con Levrero. Escribe y escapa de la casa de Carpinterías, trepa montañas, ve esqueletos de topadoras añejas, incomprensibles. Saca belleza de este caos, es virtud.
De algún modo, Topadoras oxidadas es literatura y es autobiografía, como esos ensayos fotográficos documentales a los cuales referimos en nuestras conversaciones —ahora que lo pienso, cada vez que ella y yo nos encontramos—. Es hablar del amor y no hablar del amor; ambas ejecuciones pergeñadas en un reflejo de dualismo. Es también una metáfora sobre capitales y provincias; digitalidad, mails y contraseñas, tweets que se escriben desde Carpinterías, fotografías para Instagram, teléfonos que vibran sobre las piedras de un río de pueblo. Fundación de nuevas fronteras en la literatura de frontera. Supongo que habremos de hablar de esto durante nuestro próximo encuentro temible; no sé si esa charla en carne viva nos hallará en Tucumán o en Buenos Aires. Solo sé que seguiremos confiando.
“Topadoras oxidadas, olvidadas en la ladera del cerro, amarillas, abandonadas. Topadoras dejadas ahí. Vidrios rotos y pozos aledaños convertidos en charcos. Montañas de tierra a sus costados, escoltándolas, como ladrones clavados en la cruz. Pastos crecidos encima de las topadoras crucificadas. Tiradas. Promesas de casas que no fueron. Vacaciones truncas, cabañas olvidadas. Cimientos que quedaron enterrados, yuyos sepultantes, sepultados, cardos y matas rastreras ahogando las topadoras, topos que se toparán con topadoras enterradas, podridas, agujereadas. Restos fósiles de robots constructores del siglo XX”.
Por cierto poesía, sí. Una mujer que se intuye a sí misma perdida en un espacio físico inhallable; alguien presa en el imperio de una gran capital hiperconectada, invisible.

María Lobo
Pinamar, provincia de Buenos Aires
Enero de 2019

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