Artículo académico publicado en Cuadernos del Hiprogrifo. Revista de Literatura Hispanoamericana y Comparada. Roma, Italia.
Resumen. Este artículo analiza la última novela de la escritora argentina María Lobo, San Miguel (2022), enfatizando los modos en que, a partir de los procedimientos literarios empleados (la figuración del paisaje, el uso del registro de la oralidad, etc.), se discuten formulaciones históricas del reparto imaginario de las políticas literarias en Argentina. La propuesta de la autora constituye un aporte en las discusiones recientes que, desde los espacios periferizados como Tucumán en el noroeste de Argentina, se encuentran proponiendo modos disonantes de producción y reflexión, con carácter situado, sobre los discursos y prácticas literarias actuales.
El campo literario tucumano reciente se percibe movilizado por las decisivas intervenciones de varias formaciones culturales dedicadas, en general, a la edición literaria (Gato Gordo, Gerania, Inflorescencia, La Cascotiada, La Cimarrona, La Papa, entre otras) (Toblli P. 2022). En toda la diversidad de acciones culturales emprendidas, se reconoce una interesante serie de propuestas de continuidades y rupturas con las tradiciones literarias (locales, regionales, nacional, latinoamericanas, occidental), el trabajo en diversas líneas genéricas y temáticas (algunas muy sedimentadas como la escritura poética, otras más renovadoras como la incorporación performativa de las disidencias) y, en clave autorreflexiva, la instalación crítica de discusiones sobre las condiciones actuales de producción cultural y literaria en Tucumán y el noroeste argentino. En esta dinámica de discursos y prácticas que están renovando aproximaciones a la literatura desde una perspectiva situada, una de las figuras más relevantes, por varios factores, es la de María Lobo.
El campo literario tucumano reciente se percibe movilizado por las decisivas intervenciones de varias formaciones culturales dedicadas, en general, a la edición literaria (Gato gordo, La Cimarrona, Inflorescencia, La Cascotiada, Gerania, La papa, entre otras) (Toblli 2022). En toda la diversidad de acciones culturales emprendidas, se reconoce una interesante serie de propuestas de continuidades y rupturas con las tradiciones literarias (locales, regionales, nacional, latinoamericanas, occidental), el trabajo en diversas líneas genéricas y temáticas (algunas muy sedimentadas como la escritura poética, otras más renovadoras como la incorporación performativa de las disidencias) y, en clave autorreflexiva, la instalación crítica de discusiones sobre las condiciones actuales de producción cultural y literaria en Tucumán y el noroeste. En esta dinámica de discursos y prácticas que están renovando aproximaciones a la literatura desde una perspectiva situada, una de las figuras más relevante, por varios factores, es la de María Lobo.
Con una producción sostenida –de cuatro novelas y dos libros de cuentos–, la escritora delinea una clara trayectoria profesional dedicada a la narrativa, una novedad en el ámbito del noroeste donde las trayectorias orgánicas de jóvenes narradoras asentadas en su oficio –excepto en el caso de algunas microrrelatistas– es infrecuente (Sosa 2020). Desde una mirada de conjunto, lo destacable es que, lejos de los acuerdos, desde hace ya un tiempo establecidos conceptualmente como una batería de utillajes críticos –con categorías como literaturas posautónomas, escrituras del presente, registro etnográfico, testimonio sin metáfora, etc. (Sarlo 2007, Kamenszain 2007, Contreras 2010, Ludmer 2011)–, que intentan aprehender el supuesto adelgazamiento de las concepciones modernas de la literatura (en cuanto a los propósitos de inscripción de este discurso como un agente legítimo de comprensión del mundo) y los empleos discursivos específicos que la tradición occidental legó a tales fines, frente a todo ello, el carácter monolítico de la producción literaria de María Lobo sigue apostando por las “viejas” convenciones. Y como ella, al menos en el horizonte de las literaturas recientes del noroeste, parece acordar también toda una zona generosa dentro de las propuestas actuales. Ello patentiza cierta impericia de estas categorías exógenas, pensadas por la metrópoli crítica nacional desde la seducción ante corpus particulares, que puestas en funcionamiento en otras manifestaciones, como las que se producen en los enclaves periferizados del país, resultan al menos no suficientemente operativas o, a veces, de una inutilidad pasmosa para pensar esas otras realidades culturales.
Si con Roger Chartier (1995) y la historia de las materialidades de los textos aprendimos que la factura de los libros deviene unidad significativa potente para los discursos que esos objetos comunican, en las dos últimas novelas de la autora, con sus 350 páginas, se refuerzan indicios certeros de los sentidos gravosos (densos y complejos) que el proyecto autoral de María Lobo persigue. Ese anticipo paratextual advierte que su producción parte de un convencimiento insobornable, aquel que defiende la literatura como un discurso válido para debatir con el presente, para polemizar en clave imaginaria con sus variables sociohistóricas más relevantes. En definitiva, para esta trayectoria autoral, coherentemente dosificada y sostenida en el tiempo, la literatura tiene todavía algo importante para decirnos sobre el mundo, y, sobre todo, puede (debe) poder decirlo desde Tucumán. De este modo, el usufructo de dicha prerrogativa literaria puede pensarse tanto desde la propia construcción de una trayectoria escrituraria que emerge persuadida de su ubicación periferizada, en el mapa actual de las literaturas de Argentina, como desde la misma ingeniería procedimental elegida para tensionar los acuerdos preestablecidos por la hegemonía metropolitana. Para ahondar en este punto, en el que la propia literatura en clave metadiscursiva discute los modos actuales en que se instituyen políticas de cultura literaria, voy a comentar su última novela, San Miguel (2022).
La estrategia del relato diseccionando su propio estatus narrativo no podría ser más evidente, este texto ambienta una residencia literaria que comparten una serie de escritores, en la que se iniciará el vínculo amoroso de dos participantes. La escenografía decanta especialmente propensa para el señalamiento y debate de temas vinculados a la escritura literaria y los órdenes significativos (discursivos, culturales, críticos, de mercado) que el campo literario pone en ebullición (Bourdieu 1995). Con el dispositivo anular del relato, que arranca y acaba con el evento encapsulado de la residencia, la novela fabula un posible tiempo ritual para hablar de literatura, es decir, sólo mientras dura el ejercicio de un doble enamoramiento: el de los protagonistas y el de la igualmente encantadora experiencia de escritura.
Probablemente, un eje para empezar a desbrozar otras postulaciones cercanas sobre el oficio literario sea rastrear, en la novela, los intentos por descentrar –con diferentes estrategias– los mandatos impuestos para un “escritor de provincia”, es decir, el horizonte de lo reconocible y, ergo, aceptable para estos autores y sus literaturas. Tanto en esta obra como en publicaciones de prensa, la autora (Lobo 2022b, 2022c y 2022d) ha reflexionado sobre los históricos modos de tipificación de la literatura argentina en dos bandos, que reinscriben en las prácticas actuales formas residuales del dilema conceptual civilización-barbarie: “la literatura del futuro, que es la que hacen los de las capitales” y “la literatura de provincia, que habla de la provincia” (Lobo 2022a: 61). La primera osadía, con que se desenmascara presupuestos y se discrimina entre espacios y representaciones implicados en estos contrapuntos (entre ciudad-campo, entre Buenos Aires-interior, etc.), parte de una desnaturalización de la geografía nacional. Así, la secuencia narrativa invierte órdenes en su representación del país, instituye imaginariamente una capital en Resistencia, en un Chaco montañoso y nevado, con una meteorología más propia del hemisferio norte:
Los chaqueños me han dicho que en esta época [en febrero] solo se desatan minúsculas tormentas esporádicas; la ciudad, según dicen, no se entierra tan pronto en el blanco. El frío se convierte en un hecho irreversible, la nieve se torna absoluta recién en marzo. (Lobo 2022a: 26)
Se altera de esta manera el espacio reconocible, con un extrañamiento capaz de ensanchar el calibre artificial, de la mentira artística de la literatura, y evitar caer en las representaciones estereotipadas que lo imaginario reconstruye sobre esas materialidades (para el Chaco: el calor, el polvo suspendido, el monte, el algodonal). Despojado de los lugares comunes, el discurso reinstala en esta novela la siempre vigente problemática de los centros y periferias que define rumbos culturales disímiles en Argentina y acerca, en su propia construcción literaria, respuestas para defender el lugar del decir de las producciones periferizadas y la autonomía de sus decisiones político literarias.
Mientras se va impugnando el manual de lo autorizado para los escritores de capitales y los de provincia, asoma el dispositivo neocolonizador de las letras reduplicado en el ámbito provincial, donde repercute ese axioma mayor que sanciona que “los escritores de las ciudades te estén marcando el paisaje” (Lobo 2022a: 88). La vigencia de esta legislación alcanza su relieve en un hecho que no rehúye el contorno de la alegoría, en la multi tensión ejercida entre dos tucumanas: la narradora protagonista (que es de y, por ello, todos llaman San Miguel) y Jennifer que proviene del interior de Tucumán. Ambas, además de disputarse el interés de uno de los escritores, encarnan dos modelos desafiantes de figuras autorales:
A Jennifer le interesa mi compañía porque es un modo de autorizarse; estar conmigo es estar cerca de las ciudades; estar conmigo significa que ella está escribiendo lo que tiene que escribir. El paisaje de la provincia, porque los escritores de la provincia deben escribir acerca de su lugar geográfico. Ellos tienen que escribir acerca de ese espacio que a nosotros [los de las capitales] nos queda lejos. (Lobo 2022a: 56)
La situación permite tematizar de manera articulada dos aspectos centrales de la dinámica de los campos literarios, los condicionamientos de tradiciones y acuerdos críticos en materia de proyecto creador para los autores y los dispositivos específicos del canon remitido desde las capitales que, eufemismo mediante, refiere particularmente a Buenos Aires, capital por antonomasia de “la literatura regional de centro” –tal como la denomina la autora (Lobo 2022b)–. El plexo de rasgos distintivos y un corpus modélico definidos por esta capital fueron acaparando vestigios de representatividad nacional, mientras aborrecían de su condición de literatura regional: la rioplatense, para imponerse, metonímicamente, como la literatura argentina. En una novela, donde los personajes son escritores, que discuten sobre literatura y escenifican de manera especular el derrotero de sus proyectos personales a lo largo de la trama, el reservorio disonante más significativo con estas regulaciones emana de la misma acción escrituraria, en cuya edificación metapoética puede reconocerse el detritus de prácticas hegemónicas foráneas que deben abandonarse.
Si en la pulseada alegórica de la cita anterior, según San Miguel, Jennifer acepta en el fuero del decir personal el imperio de “la ley del coirón”, categoría de Graciela Cros recuperada por Luciana Mellado (2019: 28) para señalar la obligación de introducir los estereotipos que a cada paisaje le corresponden desde una modelización a priori en el reparto imaginario de los espacios, en situación complementaria, la novela discute también otro elemento asociado a los criterios de representatividad más verosimilistas: el modo de hacer hablar a los personajes. En esta disyuntiva cara a su métier, referida a cómo usa el lenguaje la gente y cómo incorporarlo en la literatura, el escritor capitalino, en clave costumbrista o casi exotista, demanda a los escritores del interior la certificación de sus provincianías. Es decir, se les exige la inscripción de un paisaje identificable con las geografías biográficas autorales y un registro consecutivo, que resuelva de manera armoniosa el famoso problema de la tonada, de esa oralidad en la que, como señaló con acierto Bajtín (1999), parece cifrarse con mayor empeño una inscripción ideológica de lo social. Así las cosas, la novela de María Lobo ejerce una clara defensa sobre la autonomía para definir un paisaje (lo vimos en el caso del Chaco nevado) y un decir para los personajes que no se avergüence de una prosodia que aluda a un lugar en el mundo (como el obstinado uso del pretérito perfecto compuesto que ondula en la tonada de la narradora tucumana). Sin ingenuidades, parece decantar en la novela una fórmula superadora de estos debates monitoreados por la hegemonía porteña; en los escritores del interior, paisaje y sujeto deben poder convenir proximidades y negociar formas de adecuación literaria por fuera del decreto de provincianía. Así lo presenta San Miguel, en clave de objetivo por cumplir:
Sonar como si hubiera nacido en el lugar de donde provienen las palabras. Dominar las ideas; ser capaz de demostrarlo al hablar.
Qué más se puede pedir, te dije. (Lobo 2022a: 175)
Por el contrario, el riesgo inherente de una falta de aclimatación literaria entre paisaje y sujeto es la improvisada dicción del ventrílocuo, que María Lobo (2021) ha señalado en algunos relatos de Mariana Enriquez, donde el empleo de la voz chamigo, por ejemplo, porta una tonada de taxidermia, inanimada para los sujetos y circunstancias que se quieren representar. Este punto, parece ser una manifestación de excesiva autosuficiencia o creatividad temeraria en las escrituras de las capitales, cuando pretenden representar la oralidad de las provincias, especialmente la de los sectores populares; tal como discute la autora en el caso de la connivencia de Ladrilleros, de Selva Almada, con sus artilugios verbales tan disciplinados por lo que las capitales han declarado válido para representar la otredad provinciana (Lobo 2017). Estas resoluciones impostadas alcanzan entonces una vacuidad artificial, como constata en un pasaje la protagonista de San Miguel: “Otras novelas (…) Las de los tucumanos o los cordobeses. Los escritores de Buenos Aires. Esas personas y esas mismas villas están en las páginas. Pero nunca llego a sentir a esas personas” (Lobo 2022a: 291).
Las políticas culturales no sólo se discuten, en esta novela, confrontando modos de regulación del decir literario institucionalizado o desatendido por el juego de centros y periferias, también se perfila en la recuperación de tradiciones literarias que cimentan el relato. Varios autores aparecen recuperados en el texto, allí surcan posicionamientos en relación al linaje literario para entretejer la apuesta de una defensa del decir situado que redunda con valor programático en la novela. Deslizar una idea modélica sobre cómo llevar adelante la escritura en el presente requiere el trazado de genealogías para el olvido y para el futuro. En María Lobo, se reconocen tradiciones condenatorias de las producciones literarias de provincia, en la media en que han predigerido formas de enunciación bajo el amparo de políticas culturales siempre deficitarias en materia de autarquía literaria de los espacios periferizados. Esteban Echeverría, como enclave gestor de un repartimiento imaginario de la civilización y la barbarie, es uno de los cómplices de la asignación de luces y sombras y los roles de hijos y entenados invitados al banquete de la literatura nacional, por lo que debe ser superado. Así lo señala en más de una oportunidad la escritora en sus notas de prensa (Lobo 2017 y 2022b) y, en esta novela, el descrédito hacia el autor emerge en un tácito gesto de amonestación con que intertextualmente se alude a Echeverría, interpolando términos en cursiva para evitar contaminaciones en una enunciación que no quiere ser confundida, por prejuicio etnocéntrico, con la otredad popular:
Bridge podría haber escrito acerca del color de las personas que están en las villas. Decir matadero; describir los olores. Usar esa clase de palabras. Inmundicia, personas de tez y raza distinta, africanas que arrastran las entrañas de un animal, cuatrocientas negras, el cinismo bestial que caracteriza a la chusma. (Lobo 2022a: 291)
En la contracara conciliadora con las tradiciones literarias se entroniza a Daniel Moyano y Juan José Hernández, reivindicados justamente como escritores que sostuvieron su obra defendiendo un paisaje y un decir para los personajes por fuera de la barbarie o el pintoresquismo impuestos desde Buenos Aires, en el transido duelo que mantuvieron con paladines del centralismo porteño como Julio Cortázar (Lobo 2022b).
El reconocimiento de este linaje cómplice en el pasado parece continuarse en el presente a partir de la recuperación de Eduardo Muslip, escritor a quien la autora ha elogiado con frecuencia por los modos de resolución literaria compartidos que, proviniendo de un escritor del ámbito porteño, lo convierten en una rara avis solidaria con las propuestas político literarias que vengo reseñando. Por eso, con los agradecimientos al finalizar el texto, esta complicidad es explícita al punto de reconocer la trama de un decir insospechado a dos voces: «Muchas gracias a Eduardo Muslip por permitirme mezclar entre estas páginas algunos fragmentos de sus cuentos “Cartas de Maribel” y “Elvira”. Leer cualquier palabra escrita por Eduardo siempre nos hace mejores» (Lobo 2022a: 355). En “Cartas de Maribel” lo que se tensiona desagregando fronteras es la condición de la traducción cultural y literaria que atraviesa a los personajes, lo que vincula este texto de Muslip con la construcción porteña de la extranjería del interior. Maribel es, además, el nombre elegido para un personaje de la novela que escribe Bridge en la residencia; sobre ella, en la misma sintonía, reflexionará San Miguel: “Maribel es una presencia tan importante como luego lo es su ausencia –digo– Maribel es como una ciudad capital” (Lobo 2022a: 285). Por otra parte, el guiño de camaradas resuena más explícito aún en “Elvira”, un relato también de doble valencia (ciudad-interior, centro-periferia, pasado-presente), en que un narrador llegado de la ciudad para visitar a su tía en Tucumán va desandando el catálogo de los lugares comunes de la otredad provinciana desde la pincelada del realismo impresionista (Lobo 2023). Así, mediante estas redes intertextuales cohabitadas, el auxilio de los cuentos de Muslip retroalimenta planteos neurálgicos de la novela de María Lobo.
En los agradecimientos, el acto performativo también entraña resonancias particulares por la ambientación de San Miguel: “A Mariano Quirós, por los días en el Chaco” (Lobo 2022a: 355). La retribución personal al autor chaqueño debe vincularse con otro reconocimiento sin mención de nombre propio, aunque no por ello velado; en un pasaje, habiéndose encauzado el amor con Bridge, el compañero de residencia, y estando en vísperas de que el encanto se acabe con el retorno inminente a la vida ordinaria, la protagonista expresa así su deseo de permanecer en el Chaco: “Quedarnos allí; bajo este sol tremendo” (Lobo 2022a: 236), en una inequívoca alusión a Carlos Busqued. Con estas apelaciones a las redes literarias de la contemporaneidad, me parece que termina por encauzarse la postulación de un programa que se piensa amparado en ramificaciones colectivas. Con Mariano Quirós la autora comparte una amistad que impulsó su paso por el festival Mulita y la edición de Santiago (2017), uno de sus volúmenes de cuentos publicado bajo ese sello. Por otra parte, aunque resuene en principio paradójico, el juego de resoluciones literarias de la violencia del western infernal de Busqued y del gótico impenetrable de Quirós terminan por tener capilaridades que los hermanan con la propuesta discursiva de la autora. Con otros recursos procedimentales, amigos del tono verosimilista y el nicho de la biblioteca ilustrada occidental, la cosmovisión de los relatos de Lobo, con su demasía culturosa encubren una sutileza lo suficientemente cáustica para desollar sin anestesia el mundo burgués que los obsesiona. Construyen, al igual que Busqued y Quirós, una representación inestable que señala y se aleja de los referentes, descree del costumbrismo y termina impugnando las transparencias discursivas, de esta manera logran escapar –con distintas tácticas– a la trampa verbal de la provincianía.
El continuo tratamiento de todos estos asuntos, que permite hoy reconocer un tono personal en la producción de la autora tucumana –un mérito al que acceden sólo algunos privilegiados en el Olimpo de los escritores–, debe comprenderse como resultado de una incisiva relectura de las formas en que la noción de literatura argentina ha venido construyéndose de manera excluyente, con sus innegables desigualdades materiales y simbólicas hacia las zonas marginalizadas de la nación, relegadas hasta en lo imaginario a la idea de violencia y atraso. Todo ese andamiaje de especulaciones en clave de políticas culturales literarias soporta el programa narrativo de María Lobo y alcanza, en el caso de San Miguel, por el momento, una de sus culminaciones más autorreflexiva; pues, en su escritura, como señaló Josefina Ludmer (2011), la ficción sigue siendo un lugar de negociación de sentidos –un ajuste de cuentas no domesticado– que la literatura emprende con el mundo.